El
Derecho es un campo de batalla. Las leyes, las normas, son expresión
de las relaciones sociales y económicas que existen en una comunidad
determinada. Y eso incluye, obviamente, las relaciones de género,
los distintos y desiguales papeles que hombres y mujeres desempeñamos
en la sociedad y que cristalizan en normas también desiguales.
Si
señalo esto antes que ninguna otra cosa es porque en el debate sobre
el aborto es bastante fácil perderse en discusiones técnicas o
éticas, que sin duda tienen su importancia, pero no son lo
determinante. Podemos discutir sobre si un feto es o no es una vida
humana, sobre cuál es el momento a partir del cual es médicamente
viable o sobre si hay que proteger los derechos futuros de ese
“nasciturus”, ese no-nacido. Pero, al igual que en un convenio
laboral los derechos reconocidos a los trabajadores y trabajadoras
están en correlación con su lucha para conseguir esos derechos,
también es el avance del conflicto, de la lucha por la igualdad, el
que determina en qué términos se desarrolla el debate jurídico
sobre el aborto.
Pues
bien. Si el Derecho es un campo de batalla, en lo relativo al aborto
es una batalla que vamos perdiendo por mucho. Porque a día de hoy estamos hablando sobre un delito.
Nuestra pelea real lleva décadas estando en ampliar los supuestos y
plazos en los que ese delito excepcionalmente no se castiga, aunque
reivindiquemos la despenalización y el reconocimiento del derecho a
decidir sobre nuestra maternidad y nuestro cuerpo.
Solemos hablar de la Ley del Aborto, como si fuera
una ley que regula un derecho, pero las distintas leyes que han
existido (la de 1985, la de 2010 y la que previsiblemente se aprobará
en 2014) son meras modificaciones parciales del Código Penal. En el
Código Penal tiene un Título propio en el Libro II, que se llama
“Delitos y sus penas”. Es el segundo de los delitos regulados,
justo entre los artículos que regulan el homicidio y las lesiones.
Aunque la diferente gravedad se mide en función de las penas
establecidas y no del orden de la regulación de los delitos, parece
claro que la ley manda un mensaje claro: no es un delito cualquiera,
sino uno de los primeros, de los más básicos, al igual que lo es
matar o lesionar a alguien.
Esto
es muy importante, porque cuando una mujer se enfrenta a la
dificilísima decisión de interrumpir un embarazo, por el motivo que
sea, ha de demostrar que no va a delinquir, bien sea porque está en
plazo legal, bien porque lo hace al amparo de un supuesto legalmente
reconocido. Jurídicamente es muy relevante, porque traslada la carga
de la prueba a la mujer, es ella quien tiene que demostrar que no
está delinquiendo, al igual que quien practica la intervención. Y
eso supone toda una serie de trabas burocráticas, papeleo, pasar por
pruebas médicas, etc.
Estas
trabas son comunes cuando hablamos de la ley y las mujeres. Por
ejemplo, en otro de los grandes temas a debate, como es la violencia
de género. Se tardó muchísimos años en dejar de considerarlo como
algo propio del ámbito privado, doméstico. Es decir, que mientras
cualquier persona puede denunciar que están entrando a robar en casa
del vecino, si dicho vecino maltrataba a su mujer solo ella podía
denunciarlo, aunque lo supiera todo el vecindario o incluso la
policía. Es algo que ocurría hasta 1999 con todos los delitos
sexuales. Aún ahora, que la ley lo considera un delito público, la
mujer ha de pasar por distintas pruebas que acrediten la veracidad de
su denuncia, algo que no tiene nada que ver con lo que ocurre si
denuncias que te han robado el coche, por ejemplo. Es cierto, sin
embargo, que la ley contra la violencia de género es una de las
pocas en las que el testimonio de la denunciante, cumpliendo
determinados requisitos, puede servir como prueba, por el hecho de
que se trata de sucesos que normalmente se desarrollan en la
intimidad, pero como digo, llegar a eso es un calvario para cualquier
mujer que está pasando por una situación tan grave.
Por
tanto, volviendo a la cuestión, la regulación penal del aborto como
delito es el elemento común de la legislación existente desde
prácticamente siempre, con la única excepción del período de la
II República, un dato que no podía obviar en este auditorio. En la
zona leal a la República durante la Guerra Civil Española, siendo
Ministra de Sanidad la cenetista Federica Montseny en el gobierno
presidido por el socialista Largo Caballero se despenalizó la
práctica del aborto inducido en 1937, pero su vigencia duró muy
poco, pues el bando franquista la derogó.
La
normativa vigente ha supuesto una equiparación con los países
europeos más avanzados en lo relativo a establecer un plazo de libre
decisión para las mujeres. Las leyes de plazos se acercan más a la
idea del aborto como derecho, dado que basta con la expresión de
voluntad de la embarazada, sin necesidad de informes médicos ni
otros trámites. Esto funciona así en la mayoría de países
europeos estoy hablando de Francia, Holanda, Grecia, Italia,
Alemania...por citar algunos ejemplos donde la mujer puede decidir
interrumpir su embarazo libremente, sin alegar ninguna razón, hasta
un determinado límite de tiempo —normalmente entre la semana 12 de
gestación y la 14—. Y, como hemos dicho, eso también es así aquí
hasta las 14 semanas, mientras siga la actual ley en vigor.
Por
ello, esta nueva reforma supone un paso atrás enorme, y acerca de
nuevo la legislación española a la de unos pocos países que son la
excepción en Europa. Pero el efectivo derecho al aborto no solo se logra a través de una ley
que lo reconozca, sino que es necesario remover otros obstáculos
para evitar que sea un derecho imposible de ejercer.
Eso,
en buena medida, es lo que ocurre a día de hoy aquí, con una
regulación de plazos en vigor. Los datos sobre el número de
interrupciones del embarazo en la sanidad pública y la privada son
increíbles para un país en el que supuestamente hay plena libertad. A pesar de que haya un reconocimiento legal, existen trabas
para ejercer en la sanidad pública este derecho de manera gratuita,
en parte por falta de información y en parte por retrasos en los
trámites.
Desde
mi punto de vista con los derechos no es admisible la regresividad.
No solo en materia de derechos civiles sino también en materia de
derechos sociales. Cuando se ha conseguido cierto estatus no se
puede volver hacia atrás, por tanto, es injustificable la reforma auspiciada por Gallardón. El ejemplo es claro: no se puede perfilar
el derecho a la igualdad a medias, o existe o no existe, no caben
medias tintas.
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